El caramelo

Las herramientas que tenemos hoy en día nos han convertido en la generación de la fast-life. La coyuntura actual nos ha obligado a darnos cuenta de esas cosas que enriquecen nuestra vida y que, por nuestra velocidad, ignoramos.

Estamos en la era fugaz. Seguramente hoy en día muchos no aguantaríamos una película Western de los años 60 y 70, por mucho Clint Eastwood que aparezca. Probablemente muchos no sepamos lo que significa enviar cartas de amor por correo tradicional y esperar pacientemente a que la otra persona responda para saber de ella. Quizás no podamos saber lo que se sentía palabrear una salida para días después, y que, sin necesidad de confirmarlo 30 veces, se diera el encuentro puntual como si de algo sagrado se tratase. La palabra bastaba. Mi generación solo tuvo picos de aquello y los que nos siguen ni siquiera prestarán atención a alguien que les cuente como era todo antes. Y no quiero que se me malinterprete; me encantan las posibilidades que tenemos. Tengo la posibilidad de ver a alguien en cualquier momento, de tener una historia de amor con una persona de otra nacionalidad que no he visto en mi vida y de pausar las películas de Scorsese para reanudarlas cuando me apetezca porque, a veces, va muy lento. Las herramientas que tenemos hoy en día nos han convertido en la generación de la fast-life. Como Zara, que tiene su fast-fashion, pero con la vida. Vamos a tanta velocidad que ni siquiera nos percatamos de cosas que van un poco más lentas. A su ritmo. La coyuntura actual nos ha obligado a darnos cuenta de esas cosas que enriquecen nuestra vida y que, por nuestra velocidad, ignoramos. La magia de un encuentro con un ser querido no nos la puede dar la pantalla, recibir un diploma en tu casa, es más práctico, pero no reemplaza el sentimiento de ver a tus compañeros y familiares orgullosos de ti, y darle el pésame a alguien que ha perdido a un familiar en este tiempo no es lo mismo por Whatsapp, por mucho que te digan que valoran tu mensaje.

Esto me recuerda a la historia entre un niño de 6 años y su abuelo, en una ciudad pequeña llamada Badajoz, en España. Este niño asistía a un colegio que aún existe y se llama “Colegio Piloto Guadiana” (por su cercanía al río del mismo nombre que cruza la ciudad). Exactamente a las 12:30 del mediodía, cuando el sol está justamente arriba y es mala idea grabar, en pleno recreo, dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo para correr a una de las esquinas de la reja que rodeaba el patio. A veces, se quedaba esperando unos minutos, pero la mayoría de días, cuando se dirigía a esa esquina, ya había alguien esperándole. Ese alguien era su abuelo, que cada día cuándo salía del club de gente de la tercera edad donde jugaba domino, y era un campeón, esperaba a su nieto para darle un caramelo. No había un solo día que este abuelo dejara sin caramelo a su nieto. Ni aunque hiciera mucho sol, ni aunque tuviera mucha hambre y ni aunque el día estuviera gris. Era algo sagrado. El niño no tenía que recordarle a su abuelo diariamente sobre su cita del caramelo. El abuelo tampoco tenía que decirle nada al niño. Ambos, sin mediar palabra en el encuentro, cumplían con su presencia. El abuelo no hablaba mucho. Era un hombre de muy pocas palabras. Jamás le dijo a su nieto que lo quería ni tampoco le dio un beso, por lo menos que el niño recuerde, pero siempre estaba ahí para darle su caramelo. Pocas horas después de la cita del caramelo, el abuelo iba a recoger al niño andando al colegio. Había otros abuelos de otros niños que hacían lo mismo, pero en el camino iban contándose cosas y cogidos de la mano. Este abuelo no. Digamos que la caminata rumbo a casa era aún más silenciosa que la misma entrega del caramelo. Pero siempre estaba en la puerta para recoger a su nieto.

Con el pasar de los años, el abuelo fue perdiendo el habla y enfermándose. El niño se hizo mayor. El abuelo, cuando hablaba, cada vez lo hacía más lento y el (ahora adolescente) crecía tan, tan rápido que no se daba cuenta. Un día, el adolescente fue a casa de sus abuelos y se sentó al lado de su abuelo con el deseo de sacarle unas palabras. Le puso la mano en la cabeza y le preguntó que si se acordaba de que cuando él era pequeño siempre le llevaba un caramelo en el recreo. El abuelo no dijo nada, pero unos segundos después, sonrió.

Esa fue la última vez que vi a mi abuelo y esa fue la última imagen que me llevé de él. 3 meses después, mientras yo estaba en una fiesta, mi abuelo murió. Jamás me dijo lo mucho que me quería, ni tampoco me dio un beso, ni un abrazo. Pero siempre estuvo ahí para darme mi caramelo. La vida tiene momentos difíciles, momentos de incertidumbre y momentos de mucho, mucho miedo. Este es uno de esos momentos. Hay relaciones que se han acabado durante la situación actual. Hay proyectos que se han venido abajo. Trabajos que se han perdido. Seres queridos que no pudimos despedir. Por mucho que estemos en la era fugaz, de la tecnología e información, hay cosas que no son reemplazables. Hay cosas muy simples que nos dan la vida y no lo vemos. A mí me daba vida encontrarme con mi abuelo, aunque me diera cuenta tarde. Aunque no se lo haya contado a nadie, ni a mi padre, hijo de mi abuelo, con el que tampoco hablo mucho, con él que tampoco me he dicho lo mucho que nos queremos, pero que siempre está ahí haciéndome una toma de jengibre cuando me dan mis ataques de amigdalitis. En esta cuarentena, gracias a mi abuelo y mis recuerdos, gracias a que me he dado cuenta de algunas cosas de las que no me daba cuenta, gracias a que he podido pausar y sentarme a pensar qué me inspiraba a seguir adelante, descubrí que me motiva la historia del caramelo. Que tengo unas relaciones que cultivar, que tengo una ilusión inmensa por poder decirle a mi futuro hijo o hija (que no existe aún ni en planes) lo mucho que le amo, que debo aprovechar los momentos con las personas que quiero ( en especial con mi padre que me regala pocos), que debo mejorar mi actitud frente a las dificultades (porque tendremos que lidiar con ellas de todas formas) y que tengo que ser paciente, muy paciente (aunque mi Rappi lleve una hora y media corriendo hacía mi). Pero que sobretodo, al final del día, a pesar de sentirme mal, de sentirme cansado, de no tener ganas de nada, de que tenga que poner más empeño del que humanamente pueda, siempre tengo que estar ahí, puntual, para dar el caramelo a mi familia, a mi novia, a mi carrera, a mi trabajo, a mis proyectos y a mi vida.

*Foto de Sharon McCutcheon en Pexels

Programa de Comunicación Social - Uninorte (Barranquilla)

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